Por: David Llinás
El pasado lunes un juzgado laboral del circuito de Cartagena profirió una sentencia de tutela de segunda instancia relacionada con los derechos fundamentales a la vida y a la salud. La providencia habría sido una más entre miles de fallos similares si no fuera porque, como un aspecto central de su parte motiva, el despacho aceptó haber utilizado la plataforma chatGPT para construir la propia ratio decidendi, vale decir, los argumentos más importantes de la decisión.
Como no podía ser de otra forma, entre los juristas la sentencia dio lugar a dos tipos de reacciones, que para usar las palabras de Umberto Eco son apocalípticas o son integradas. Apocalípticas son aquellas que ven en la inteligencia artificial una amenaza en ciernes que, cómo no, nos va a terminar quitando el trabajo, dando paso a un mundo en el que nuestras habilidades retóricas y abogadiles serán asumidas por un mugroso ‘chat’, un mero portal de internet que, por artes completamente desconocidas para nosotros, supo hacer que un robot hablara como un ser humano.
Claramente, las reacciones apocalípticas no rebajaron al pobre juez de vagabundo, de “proxeneta juris”, como le leí a alguien en un chat de Whatsapp.
—Nos van a quitar el trabajo, y algunos de ustedes felices, defendiéndolo —decían unos, en una conversación diferente—.
—Nos quitaron las audiencias presenciales. Por la pandemia ahora todo es virtual, ¡ahora nos quieren volver robots! —respondían otros—.
—¡Que le inicien un disciplinario! —exigía alguien—.
—¿Y para qué le pagan?, ¿le pagan el salario de mis impuestos para que le pregunte a una computadora cómo tomar una decisión tan básica? —inquirió hastiada una señora amante de los latinajos, que anda siempre en plan “Bogotá Atenas suramericana”, “querida doctora”, “ala carachas”.
Las reacciones integradas, por otra parte, eran más del siguiente tenor:
—Miren, doctores, que el juez solo estaba usando la plataforma como una herramienta. No se trata de que le quiten el trabajo al gremio, eso no va a pasar. Las inteligencias artificiales no sufren de intuición, y tienen todavía demasiados problemas porque sus bases de datos no se actualizan constantemente. Además, estaba ahorrando tiempo en la redacción de la sentencia, y los profesionales del derecho debemos estar en la vanguardia de la tecnología, para no sufrir de obsolescencia —decía una abogada—.
—Todo esto es muy de Black Mirror, pura ciencia ficción; se las recomiendo —respondía otra colega—.
— A estas alturas dejó de ser ciencia ficción, compañera —decía otro—.
—A mí me da es risa: el país tiene medio millón de abogados (¡!) y ahora hasta las máquinas hacen parte del habitus. ¡Muy original: Colombia pionera en incorporar la IA en la proyección de providencias judiciales!
Este último tipo de razonamientos son mucho más ecuánimes, menos alarmistas, y en general me gustan porque, hay que confesarlo, le ayudan a uno a despejar al menos un poco el miedo natural dedicado a las tecnologías de la información en esta última fase de la revolución industrial. Eso sí, habría que aclararle a la colega integrada que los jueces rara vez redactan algo: lo que hacen, la mayor parte de las veces, es revisar, corregir, regañar y firmar. Y está bien: así funciona el mundo. Pero quienes escriben y proyectan las decisiones son sustanciadores, que ganan un salario sustancialmente menor.
De cualquier forma, después de un breve momento ubicado entre las reacciones apocalípticas, me declaro abiertamente integrado, entre otras cosas porque me gustó el sentido de la decisión.
Si tienen algún interés en el tema, acá encuentran la sentencia:
Sentencia Tutela Segunda Instancia Rad. 13001410500420220045901