¿Las diversas Iglesias deben pagar impuestos en Colombia? Algunas consideraciones sobre la tributación eclesiástica

Por David Ernesto Llinás Alfaro
Twitter: @davidllinasal
Profesor de Teoría e Historia Constitucional en la Universidad Nacional de Colombia y de Derecho de Daños en la Universidad El Bosque.

La representante Katherine Miranda, entre otras personas, insisten en la necesidad de implementar un tributo para las iglesias colombianas con el argumento, bastante atinado por cierto, de que aquellas se han transformado en verdaderos conglomerados comerciales que bien lejos están de ser entidades sin ánimo de lucro, cuyo objeto social no es el ejercicio de una actividad altruista que se oriente hacia la ayuda social, y tiende a ser más bien el rédito político y el acceso a ingentes cantidades de dinero que, en casi todos los casos, provienen de las donaciones de sus feligreses a título de diezmos y ofrendas. Al fin y al cabo, no es raro que algún buen ser humano se aproveche de la religión para hacer empresa a costa de los creyentes, y del mismo Estado. Y no deja de haber sospechas de la posibilidad de que algunas congregaciones sean usadas como lavaderos del narcotráfico.

Ahora, ¿qué es lo que gravaría el impuesto con exactitud?, ¿se les cobraría a todas las denominaciones religiosas, indistintamente de la fe que practiquen?, ¿el impuesto se cargaría sobre las donaciones que reciben las instituciones de creencias religiosas distintas al cristianismo?, ¿se le cobraría el tributo también a la Iglesia Católica, Apostólica y Romana?, y muy particularmente, ¿no será que, pese al justo reclamo de ese sector alternativo de la política colombiana, si se implementa el impuesto terminarían pagando justos por pecadores?

Al margen de la propuesta, que debe estudiarse seriamente, las opiniones que se leen en las redes sociales sobre el asunto parecieran estar inundadas de cierto revanchismo, e incluso de una intolerancia absolutamente falaz, porque parten de estas generalizaciones: “todas las iglesias son empresas dedicadas al lucro”, y “todos los pastores son ladrones”. Ni lo uno ni lo otro es necesariamente cierto, pues ni todas las iglesias son espacios de corrupción y de amor al dinero, ni todos los pastores son cleptómanos. Hay personas, en muchas congregaciones, dedicadas a rescatar de la pobreza a aquellos que quieran superar tal condición, y son instituciones dedicadas al trabajo social; no son el arquetipo de arrogancia e intolerancia que a veces es usado para etiquetar a toda la comunidad de cristianos. Son personas que entienden tales problemáticas (y muchas otras más) en sus dimensiones sociales y culturales antes que como maldiciones de Dios, o del Diablo. Usan la noción de Dios como algo que impulsa a la gente a superarse a sí misma, y de la koinonía, la comunión, como un espacio colectivo para la protección integral de quienes se sientan en la más profunda de las soledades.

Esta situación debe estudiarse con mucha profundidad, sobre todo si el argumento de la congresista, y de quienes la secundan, es que las iglesias se han desviado de su objetivo primigenio, que es la ayuda social, para volcarse hacia la avaricia y la politiquería. No considerar esto podría derivar no solo en un sistema tributario inicuo, sino muy fundamentalmente en una inconstitucionalidad. Vale la pena, por este motivo, aclarar un par de cosas sobre las iglesias cristianas y sobre la tributación eclesiástica.

 Un problema central: la personería jurídica de las organizaciones eclesiásticas

En Colombia, el protestantismo (que no es uno solo) ha crecido exponencialmente desde los años 70´s, coincidiendo con el auge del narcotráfico y el surgimiento del paramilitarismo. Mientras el tejido social se destruye, el evangelismo promete unidad familiar, sanación y, en no pocas ocasiones, prosperidad. En muchos sentidos, la presencia evangélica en las regiones llenó un vacío dejado por la Iglesia Católica y por el mismo Estado. Esto es lo que explica su éxito y su crecimiento, el cual aparejó, cómo no, que algunas de las congregaciones más numerosas se interesaran en la política. En 1991 lograron ubicar a dos delegatarios en la Asamblea Nacional Constituyente: Jaime Ortiz y Arturo Mejía. Ambos metieron mano en el preámbulo de la Constitución, que anuncia la neutralidad religiosa del Estado. La Ley estatutaria de la libertad de cultos (la 133 de 1994) reproduce esa misma idea: “Ninguna Iglesia es oficial. Pero el Estado no es ateo, agnóstico, o indiferente” ante los sentimientos religiosos de los colombianos.

Desde esa tribuna, constitucional y legal a un mismo tiempo, tanto el catolicismo como el evangelismo han insistido en la siguiente tesis: Colombia no es un Estado laico, sino neutral desde el punto de vista religioso; es un Estado aconfesional. La Corte Constitucional, dicen, se equivoca cuando eleva la laicidad estatal a principio constitucional, pues este no se encuentra plasmado explícitamente en la Carta.

Ahora, dada la pluralidad religiosa que campea en el país, lo primero que debe destacarse es la ausencia de claridad sobre qué es lo que quienes promueven el tributo entienden por “iglesias”. Por el contexto, y por las alusiones a que hacen referencia, se puede deducir que hablan de las iglesias evangélicas, o sea, de un conglomerado gigantesco de congregaciones que se perciben a sí mismas como protestantes, y que se caracterizan por no tener una organización centralizada (como sí la tiene la Iglesia Católica), pese a lo cual coinciden en cierta unidad doctrinal, pero se distinguen en las múltiples formas de practicar el cristianismo a través de incontables denominaciones y subdenominaciones. Al mismo tiempo, pareciera que se excluyen las comunidades religiosas ajenas al cristianismo, eventualmente porque sus prácticas no implican, como sí es el caso de muchas iglesias evangélicas, la captación masiva de dinero por medio de los diezmos.

Pues bien, en Colombia el reconocimiento de las iglesias no católicas, incluyendo a las comunidades religiosas que no son cristianas, es competencia del Ministerio del Interior a través de su Oficina Asesora Jurídica y de la Dirección de Asuntos Religiosos. Mientras esta dependencia administra el Registro Público de Entidades Religiosas (REPER), la Oficina Asesora Jurídica es la encargada de gestionar la personería de aquellas congregaciones que la soliciten. Para el año 2021, y desde 1992, se han inscrito en tal registro unas 9300 comunidades religiosas no católicas, lo que incluye, como puede adivinarse, no solo a las múltiples iglesias protestantes-evangélicas, sino también a denominaciones que se autodenominan cristianas pero que suelen tener con estas últimas, y con el catolicismo tradicional, conflictos doctrinales que no son del caso mencionar (como la Iglesia Adventista del Séptimo Día, los Testigos de Jehová, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, etc.), así como las diferentes confesiones musulmanas que hay en país. Todo esto se puede escudriñar en el micrositio de la Dirección de Asuntos Religiosos, en https://n9.cl/8jle3.

De forma resumida, la personería jurídica es fundamental para todas estas comunidades porque es la que les permite desenvolverse en el mundo del Derecho, lo que supone ser titular de su propio patrimonio, adquirir o enajenar bienes, comprometer su responsabilidad civil, llevar sus cuentas y defenderse ante los eventuales abusos del Estado. Según el Decreto Único del Sector Administrativo del Interior, una vez que el jefe jurídico le reconoce a una comunidad su personería jurídica especial, el Ministerio debe registrarla oficiosamente en el REPER.

De aquellas 9300 (aprox.) congregaciones inscritas, hay unas 100 cuya personería jurídica ha perdido sus efectos por diversos motivos que no siempre aparecen claros en el registro. Y, debe decirse, además de todas estas iglesias hay muchas otras que no cuentan con personería jurídica porque nunca iniciaron el procedimiento administrativo ante el Ministerio, o porque habiéndolo iniciado todavía no la han adquirido; o bien porque se conformaron como corporaciones o fundaciones, lo cual también está permitido por la Ley 133. No se sabe cuántas son las que están en esta situación porque en el país no existe un censo eclesiástico, pero casi siempre son cofradías ancladas en las barriadas a lo largo y ancho del país, pequeñas congregaciones de 30, 50 o 100 personas que están más preocupadas por llevarle al mundo las ‘buenas nuevas’ de la salvación de Cristo que en integrarse en el laberíntico mundo del Derecho. No son, ni pueden ser, consideradas ilegales, esencialmente porque lo que hace la gente allí es reunirse y ejercer sus derechos a la libertad de cultos, a la libertad de pensamiento y a la libertad de expresión.

Por una serie de consideraciones religiosas, en estas iglesias le pagan el diezmo a sus respectivos pastores, que no siempre hacen ver el tema como algo obligatorio, sino como lo que hace todo buen cristiano que es un “hijo que honra a su Padre”: si la Biblia ordena el pago del diezmo y las ofrendas (cosa que desde una perspectiva teológica es bastante discutible), quien no lo hace no pierde su salvación por ello, pero sí está en una especie de estado que tendrá eventuales repercusiones espirituales y materiales en algún futuro. Los diezmos, más allá de las consideraciones que merezca el asunto desde un punto de vista ético, político e incluso jurídico, son usados por estas pequeñas asambleas para el pago del arriendo del estrecho local donde se suelen reunir, para la supervivencia del pastor y de su familia, y eventualmente para financiar misiones a distintos lugares del país, o fuera de él. Muchas de las iglesias inscritas en el REPER encajan en este mismo perfil: sus pastores no son políticos, ni tienen aspiraciones políticas, si bien suelen inclinarse, casi hasta caerse, hacia la derecha del espectro político (cosa que, por otro lado, es su derecho); y tampoco son hombres ricos, ni sus familias viven en el extranjero apropiándose del salario de los fieles, ni viven en función de un lucro desorbitado.

Hay, obviamente, casos que son diametralmente contrarios: pastores que esquilman a sus “ovejas”, que hacen del diezmo algo obligatorio, que llevan apóstoles o evangelizadores a sus reducidos espacios para convencer, a punta de homilías dominicales, hasta el último de los fieles de que no diezmar es desobediencia, que la desobediencia es pecado, y que la paga del pecado, según la epístola a los Romanos, es la muerte; para convencer a todo el mundo de que la autoridad del pastor es absoluta e inamovible.

¿Cómo distinguir?, ¿cómo saber cuáles son las iglesias que buscan el lucro antes que el ‘Reino de Dios’, y quiénes son sus pastores?, y muy concretamente, teniendo esa información, ¿se justifica que todas esas iglesias se vean obligadas a pagar el tributo eclesiástico, sin distinción?, ¿cuál sería el monto del impuesto?, y sobre aquellas que no cuentan con personería jurídica, ¿cómo tendrían que declararlo y pagarlo?, ¿sería un impuesto que afectaría los ingresos de los pastores, o de las comunidades que dirigen?, ¿el no pagarlo supondría una especie de traslado de su estatus desde lo legítimo hacia lo clandestino y lo ilegal?

Debe tenerse en cuenta que una cosa es una organización gigantesca como la Misión Carismática Internacional (MCI), que no solo es una megaiglesia con un amplio alcance adentro y fuera del país, sino que opera como un holding, un grupo empresarial dedicado a diversos ámbitos del mercado, que cifra buena parte de sus ingresos en un diezmo que sí es considerado obligatorio; y otra cosa muy distinta es la pequeña iglesia de la gente empobrecida, pero muy honesta, ubicada en los arrabales de cualquier ciudad colombiana. Mientras el pastor César Castellanos y su esposa, la señora Claudia Rodríguez, imponen manos y ungen a los políticos que han desgobernado al país, o participan directamente en la política nacional, los pequeños pastores de las pequeñas congregaciones a lo sumo coinciden ideológicamente con ellos, pero ni son ricos, ni ejercen el gran poder. Las formas de financiación de ambos tipos de iglesias es la misma, pues el diezmo es ya dentro de ellas una trama cultural, pero los dispositivos para hacerlo efectivo son distintos en uno y otro caso. La cantidad de gente que asiste regularmente a la MCI es muchísima más que la que va a las iglesias de barrio.

En ese sentido, es justo que El Lugar de Su Presencia, la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional (la famosa congregación de la que surge el partido MIRA, que tiene sus grandes diferencias doctrinales con las demás que se enuncian acá), la Cruzada Estudiantil y Profesional de Colombia, o el Centro Mundial de Avivamiento, entre otras, que son congregaciones grandísimas cuyas características permiten asociarlas al mismo perfil que ostenta la MCI, paguen un tributo derivado de los diezmos. Quizás no es tan justo que muchas de las iglesias pequeñas, con o sin personería jurídica, paguen el tributo, no tanto por ser pequeñas, sino porque no se lucran del diezmo, y apenas viven de él.

El asunto debe estudiarse en perspectiva sociológica e incluso antropológica antes de atreverse a lanzarles una contribución que les afecte gravemente su mínimo vital. Y esto es indistinto de si el Estado es laico, o si es simplemente aconfesional; o de si se está de acuerdo o no con las opiniones ultraconservadoras y excesivamente góticas de la mayoría de los pastores alrededor de cuestiones tan actuales y tan cruciales como la legalización de las drogas, los derechos LGBTI+, la despenalización del aborto o su consideración como un derecho y no como un delito (todos estos temas son literalmente demonizados en las diversas enseñanzas de las múltiples caretas con las que aparece el evangelismo en la vida diaria del país). Que muchos de ellos les quieran negar sus derechos a otras personas, no debe ser una motivación para gravarlos económicamente.

Si el problema es la forma en que las distintas iglesias financian su operación, ¿se debería adoptar un modelo de tributación eclesiástica como el existente en los Estados del centro y norte de Europa?

Europa atravesó por algo que América nunca sufrió: las guerras religiosas. Las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica, o entre aquel y las demás creencias dentro del cristianismo no son iguales en el viejo continente a lo que sucede en las Américas. Quizá por ese motivo algunos Estados europeos lograron desarrollar un sistema tributario que, si bien termina siendo en muchos sentidos el resquicio de las prácticas eclesiásticas y tributarias del Antiguo Régimen, al menos logra evitar que las distintas congregaciones religiosas abusen económicamente de su feligresía, y que, en ocasiones, se considere a los pastores protestantes o a la curia católica como servidores públicos que reciben un salario digno, financiado con algo similar al diezmo, pero a través del Estado o mediante su vigilancia.

En Europa existen, a grandes rasgos, dos formas de financiación de las confesiones religiosas: la directa y la indirecta. La directa implica la mediación del aparato estatal bajo criterios de neutralidad religiosa, e implica el pago de una especie de diezmo obligatorio (el tributo) cargado a la feligresía, cuyo importe es direccionado hacia las congregaciones o vigilado por parte de las autoridades públicas. Es el sistema que, con algunas diferencias importantes, funciona en Dinamarca, Finlandia, Alemania, Austria y Suiza.

La financiación indirecta implica, más bien, que son los fieles (sin la mediación estatal) quienes directamente pagan el diezmo a las congregaciones, que suelen constituirse como entidades sin ánimo de lucro. El diezmo y las diversas ofrendas se consideran, en este sentido, como donaciones que implican para los aportantes algunos incentivos tributarios a través de deducciones de otros impuestos. Este sistema es el que funciona en Francia, que desde 1905 prohibió en la famosa ley de separación que el Estado se involucrase en la financiación directa de las iglesias. Desde la perspectiva francesa, solo este método podría garantizar el principio de laicidad y la separación entre el Estado y la Iglesia.

El modelo directo funciona más o menos de la siguiente forma: a las personas que profesan una determinada creencia religiosa, y que pertenecen a alguna congregación reconocida por el Estado, previa declaración de dicha circunstancia ante su respectivo empleador (público o privado), se les descuenta del salario un monto que varía según el Estado, pero que puede ser del 8% al 9% de lo que individualmente se paga a título de renta. Por ejemplo, si alguien gana 100 euros, y el impuesto a la renta es del 20%, la persona termina pagando a título de renta 20 euros. Sobre este monto se aplica un nuevo porcentaje de 8 o 9%, de forma que en lo que toca al tributo eclesiástico, la persona paga entre 1,6 y 1,8 euros adicionales sobre la renta.

En Alemania, por ejemplo, debido al artículo 137 de la Constitución de Weimar (1919), vigente todavía gracias al artículo 140 de la Ley Fundamental de Bonn (1949), es posible que ese tributo sea cobrado directamente por las mismas comunidades religiosas, o bien que sea el Estado el que se encargue de dicho cobro (vía retención en la fuente) para luego transferirlo a las congregaciones. El impuesto eclesiástico suele ser pagado únicamente por aquellas personas que pertenecen a una congregación religiosa, y la obligación tributaria cesa para todo individuo que declare ante las autoridades competentes su deseo de salir formalmente de aquella comunidad.

Pero el modelo directo no está exento del debate democrático. Por ejemplo, en Suiza hay dos factores que afectan la financiación de la Iglesia Católica y de la Iglesia Evangélica Reformada: el primero, y más interesante, es la disminución del número de fieles desde el año 2010, que es consecuencia, entre otros factores, del envejecimiento de la población. El segundo, es que el tributo afecta no solo a las personas naturales, sino también a las empresas. En ese país se ha dado un debate alrededor de la legitimidad del impuesto sobre las personas morales, pues eximir a las corporaciones del pago de dicho tributo incrementaría, según creen algunas personas, la inversión y la creación de nuevos empleos. El asunto no se ha zanjado al día de hoy, pero en futuro no muy lejano deberá plantearse ese debate muy seriamente, porque va a llegar un momento en el que el déficit en la financiación de las congregaciones derivado del envejecimiento de la población no podrá ser compensado con el pago hecho por las empresas.

Por otro lado, y además de la tributación directa, en Alemania concurre un sistema adicional para la financiación de las iglesias, que existe desde 1803. Durante esa época, y como consecuencia de la expansión de Napoleón y de la Ilustración por Europa, en el margen derecho del Rin se tomó la decisión de confiscar las propiedades de la Iglesia católica y trasladarlas al dominio del Estado. Con la desaparición de los principados eclesiásticos y con el traslado de las tierras y demás posesiones de los cabildos catedralicios y de los monasterios a manos de los regímenes seculares, se hizo necesario para los Estados alemanes empezar a sufragar los respectivos gastos de funcionamiento, que pasaban por el pago de los gastos obispales y cardenalicios, además de otros emolumentos. El tema puede pensarse como una indemnización derivada de aquella secularización.

En 1919, la Constitución de Weimar (art. 138) ordenó la desaparición de este sistema de pagos estatales hacia las comunidades religiosas, pero no desarrolló el asunto y solo anunció que las legislaciones estatales se hicieran cargo del tema. La Ley Fundamental, en 1949, retomó esa misma idea y, no obstante, hasta el día de hoy, dejando a salvo a Bremen y a Hamburgo, todos los estados (Länder) efectúan el pago de esos gastos de funcionamiento, al punto de que, para 2021, los estados federados transfirieron a las iglesias católicas alrededor de 591 millones de Euros. En la actualidad hay un debate político en el país sobre la pertinencia de hacer efectiva aquella disposición de la Constitución, eliminando esa fuente de financiación de las congregaciones.

¿Qué debería hacerse en Colombia?

Desde la perspectiva del derecho constitucional colombiano el modelo directo propicia tantos problemas como los que podría solucionar. En los países que funciona el impuesto eclesiástico es relativamente fácil controlar que la financiación de las iglesias no se transforme en un carrusel de corruptelas o en un nido de partidos políticos, porque a cambio de su servicio eclesial, los sacerdotes reciben un sueldo, y no las incontables sumas de dinero que perciben los tele-evangelistas en las Américas. Todo aquello, sin embargo, a cambio de otras particularidades. Por ejemplo, pese a la relativa ausencia de doctrinas neopentecostales y carismáticas, en Alemania las iglesias protestantes están entre las mayores terratenientes: gracias al Estado, sus posesiones les permiten obtener ingresos adicionales a las recibidas por el tributo eclesiástico de sus miembros, esta vez a través del arrendamiento de las tierras o de la silvicultura. Y todo ello facilita plantear serios cuestionamientos sobre si existe, en la realidad de las cosas, una separación entre el Estado y las diversas comunidades, pues en una organización social laica no hay ningún argumento que justifique la financiación de las congregaciones religiosas.

Así, intentar replicar el modelo de la tributación directa en Colombia abriría las puertas de confrontaciones innecesarias, y terminarían por transformar de nuevo a la religión en un elemento en sí de la politiquería: un comodín de batallas para las clases políticas ávidas de votos, que saben aprovechar bien las divisiones de la sociedad y que sacan ventajas de discursos ridículamente efectivos, como el recurso al castrochavismo durante el plebiscito de 2016.

Sin embargo, el modelo indirecto tampoco funciona, porque si bien garantiza esa separación de órdenes entre lo civil y lo canónico, también es cierto que da origen a ese sistema inicuo de manipulación y de lucro a partir de la fe de la gente, con el especioso pretexto de ser, desde lo jurídico, entidades sin ánimo de lucro. Pueden las personas tener el derecho de hacer con su patrimonio lo que mejor les plazca, donarlo a las iglesias incluso; pero ello no excluye la posibilidad de un control oficial que involucre, desde luego, al impuesto eclesiástico.

Desde ese punto de vista, lo primero que debe hacerse es un censo de las creencias religiosas que permita precisar no solo cuántas congregaciones hay, sino las diferentes denominaciones a las que están adscritas doctrinalmente. Esto es importante, porque en función del tipo de teología que prediquen se puede deducir cuáles iglesias obtienen de los diezmos no solo sus medios de subsistencia sino el lucro. Por ejemplo, las iglesias evangélicas de corte neopentecostal y carismático casi siempre promueven la llamada teología de la prosperidad, que bajo la premisa de que los “hijos de Cristo” son herederos del oro y la plata en la tierra, prometen riquezas a sus fieles a cambio, cómo no, de la obediencia al Señor, que se manifiesta de forma concreta en el pago del diezmo y de las ofrendas.

Las iglesias bautistas, en cambio, aunque consideran al diezmo como un acto de obediencia y de carácter obligatorio, por su propia concepción de la espiritualidad no tienden a priorizar el amor al dinero sobre el amor al prójimo. Y nuevamente, si el lucro es, para quienes defienden la implementación del tributo, el factor decisivo para gravar las actividades eclesiásticas, esta información resulta crucial.

Un censo eclesiástico también permitiría identificar aquellas iglesias de barrio que no cuentan con personería jurídica, y esto es indistinto del aspecto tributario. Es algo importante porque si existen sospechas de lavado de activos por parte de algunas comunidades eclesiásticas, resulta claro que solo aquellas que cuentan con personería jurídica son útiles para ese propósito.

Finalmente, la Dirección de Asuntos Religiosos del Ministerio del Interior debería ser el objeto de una reestructuración que le otorgue facultades para inspeccionar y controlar la actividad económica de las iglesias, sobre la base de que existan suficientes indicios para creer que persiguen un lucro. Cada caso será diferente.

Estas propuestas son complejas de llevar a la práctica, y eventualmente pueden tener, de no ejecutarse adecuadamente, vicios de inconstitucionalidad. Lo que indica la lógica es que, para solucionar un grave problema de manipulación política e ideológica por parte de unas cuantas megacongregaciones, relativo a un lucro incesante que no tiene consecuencias tributarias, sería buena idea examinar la viabilidad de implementar en el país un sistema mixto, que cruce algunos aspectos de los modelos directo e indirecto. La clave debe ser, por tanto, la de enfocarse en las actividades lucrativas, y no en lo que predican las iglesias. Lo primero es susceptible de control y vigilancia; lo segundo es un derecho fundamental.

De cualquier forma, la creación de la tributación eclesiástica pasa por un análisis que, como se puede ver, implica el diseño y la ejecución de una política pública que garantice los derechos constitucionales de creyentes y de comunidades. No se trata solo de hacer un video, subirlo a Tik Tok o a Youtube, y de mover las emociones de los votantes sin estudiar el asunto. Eso, guardadas las proporciones, es lo mismo que hacen aquellos pastores y evangelistas, solo que en el sentido contario de las agujas del reloj.